Un perfil biográfico del nuevo director musical del Teatro de la Zarzuela de Madrid.
Por Aurelio M. Seco
(Twitter: @AurelioSeco/Facebook de Aurelio M. Seco)
Óliver Díaz fue una de las primeras personas que entrevisté cuando comencé a trabajar como periodista musical en La Voz de Asturias. Si no recuerdo mal, él dirigía La bohème –era la primera vez que lo hacía- en el Teatro Jovellanos, pero su carrera ya me había llamado la atención con anterioridad, cuando me enteré de que se le había concedido la beca Bruno Walter en la Juilliard School de Nueva York. Hasta la fecha, que yo sepa, es el único español que se ha hecho con ella. Hubo más estudiantes de nuestro país que lo intentaron, algunos bastante conocidos, pero sólo él la consiguió. En la Juilliard estudió con Otto Werner Mueller, un profesor muy duro, de personalidad difícil pero de principios serios, convincentes y profundos: “No subirse nunca a la tarima sin antes tener absolutamente claro todo lo que se va a hacer con la obra, gesto incluido”, le decía Werner Mueller, con razón. No es algo que un director siempre pueda conseguir, pero así debería ser. Pasar aquellas difíciles pruebas le permitió vivir y estudiar en Nueva York de su mano durante un tiempo. No debió resultarle fácil, pero su temperamento siempre agradable y tendente a la cordialidad y comprensión seguramente fue clave para poder superar las extremas dificultades impuestas por el maestro.
Cuando volvió a España lo hizo para hacerse cargo de la Orquesta Sinfónica Ciudad de Gijón, y fundar, apoyándose en los contactos que había realizado en Nueva York, un magnífico festival de piano -el New Millenium, se llamó entonces-, junto al gran profesor de piano Julian Martin, estadounidense de pura cepa aunque todo el mundo se empeñe en pronunciar su nombre a la española.
Díaz fue un lujo para Gijón, pero la ciudad no siempre respondió a la altura de sus necesidades, aunque lo intentara con ahínco cuando el Teatro Jovellanos estaba llevado por Carmen Veiga. Con la Sinfónica de Gijón dirigió cosas interesantes con pocos medios y dio muestras de talento en todo lo que hacía, aunque la orquesta no fuera todo lo que debía ser, ni artística ni administrativamente. En el Jovellanos también realizó una importante labor educativa, con frecuencia acompañado de su amigo Pachi Poncela. No fue hasta que decidió marcharse a Madrid, tras ver cómo le cerraban su orquesta gijonesa, que su nombre empezó a contar en Oviedo y también en la capital de España.
La Oviedo Filarmonía ha empezado a llamarle con sorprendente insistencia en los últimos años, pero la orquesta más importante de su tierra, la Sinfónica del Principado de Asturias, todavía no ha sido capaz de darle su apoyo decidido. Si no nos equivocamos, Óliver Díaz todavía no ha dirigido a su frente ni un solo concierto de abono. Qué desacierto. De su período asturiano recuerdo un Réquiem de Verdi –que más tarde volvería a dirigir en Bilbao-, muy prometedor. El Orfeón Donostiarra estuvo fantástico aquella noche en la que, al concluir la obra, ya en el camerino, al joven maestro le desbordó la emoción por esa música mágica y sincera.
Así es Óliver Díaz. En su trabajo se trasluce una profunda emotividad y amor por la música. Siempre he sentido sus versiones emotivas por ello. En Gijón también le vi dirigir obras desde su admiración por Kleiber y Muti, maestro con el que, por cierto, ha podido tratar personalmente desde el pasado verano, como vicepresidente de la Asociación Española de Directores de Orquesta (AESDO), entidad que creó junto a Cristóbal Soler, el director saliente del Teatro de la Zarzuela y persona que también ha ocupado un lugar destacado en su trayectoria.
Dar el paso de residir en Madrid fue fundamental. En la capital española ocurre todo lo importante y había que estar ahí. En el camino se quedó la oportunidad de debutar en el Carnegie Hall de Nueva York. Fue una decisión meditada y, al final, acertada. No era la mejor compañía para debutar en el templo neoyorquino. En Madrid, Díaz cosechó fama por sus grandes dotes para acompañar a los cantantes, por su personalidad cercana y amable y la seriedad de sus planteamientos. En el Teatro de la Zarzuela y en el Campoamor ha obtenido notables resultados artísticos, en obras como Katiuska, Los diamantes de la corona o Marina. En la capital también se puso al frente de la Barbieri Symphony Orchestra.
Creo haber dicho en alguna ocasión que Óliver Díaz es uno de esos claros ejemplos de director hecho a sí mismo. De artista al que nadie le ha regalado nada. Más bien al contrario. Su carrera ha ido, en nuestra opinión, demasiado lenta hasta la fecha. La inseguridad de programadores y el siempre difícil mundo de la dirección orquestal habían ralentizado hasta la injusticia una evolución artística de gran potencial.
No estamos ante un director que busque la corrección en su trabajo, sino ante un artista apasionado que busca la emoción analizándola desde las profundidades de la partitura. Porque Díaz estudia las partituras a fondo y con el ánimo de desentrañar sus sentidos y misterios. Creo que poco más se puede pedir a un director de orquesta. Con él, el Teatro de la Zarzuela se apunta el tanto del talento; del verdadero. Con este nombramiento, Óliver Díaz ha dado un gran paso artístico en su carrera, que a buen seguro servirá para que nuestros principales conjuntos sinfónicos piensen en su batuta con mayor interés. Ser el director de uno de los teatros más importantes del país es un privilegio y supone una gran responsabilidad, en un momento crucial para nuestro género lírico.
Nuestra más sincera enhorabuena, al director y al Teatro de la Zarzuela.