725

725

Por Aurelio M. Seco
Desde la habitación 725 del Hospital de Montecelo hay una preciosa vista de la ciudad de Pontevedra, y aunque no es un mirador buscado sino obligado por la enfermedad, resulta agradable para los pacientes que pueden observarla.

Llevo toda la vida oyendo hablar bien del Hospital de Montecelo. “Si te encuentras mal lo mejor es que vayas a Montecelo”. “La residencia” la llaman mis padres. No siempre es así en España. A pesar de que nuestra sanidad es generalmente admirada, no es extraño encontrarse informaciones preocupantes en los medios sobre su mal funcionamiento: la espera excesiva que tienen que soportar algunos pacientes para ciertas pruebas, la falta de humanidad de algunos de sus trabajadores…

La razón de este escrito es, sin embargo, hablar maravillas de este Hospital, y así llamar la atención en la medida que podamos hacerlo sobre un centro sanitario que me parece un modelo profesional y humano del que deberían aprender otros hospitales españoles; el Universitario de León, por ejemplo, cuyo funcionamiento me ha parecido, en todas las ocasiones en las que estado – incluido parte de este horroroso verano que estoy viviendo-, bastante más discreto, por no decir otra cosa.

Desde el primer instante que entramos por urgencias en Montecelo, la sensación de humanidad fue obvia en cada gesto. Me pareció que para enfermeras y médicos lo primero era el paciente. Sólo vi buenas palabras, profesionalidad y caras agradables y amistosas, que es lo que uno más necesita cuando está muy enfermo y tiene miedo por lo que pueda pasar.

“¿Cómo se llama, doctora, para saber por quién debo preguntar?”. “Sandra”, me respondió. No sólo fue la rapidez con que nos atendió esta médico en primera instancia, sino su predisposición para escuchar a los familiares del paciente y su profesionalidad, lo que permitió que se acertara rápidamente y de lleno con un diagnóstico sobre el que llevábamos meses interrogando a otros profesionales. Y trasladaron a mi padre a la habitación 725, si no me equivoco, al servicio de Neumología.

Encuentro muy pocas cosas que mejorar en Montecelo. Una de ellas es el silencio. Con frecuencia se habla demasiado alto. Ya no hablo de urgencias sino en las habitaciones. Y no sólo en Montecelo. En general, en los hospitales, a veces parece que olvidamos que hay enfermos, con sus dolores, sueños y preocupaciones. Por eso sería bueno incluir carteles que exijan silencio a enfermeros y visitantes,  pues éste produce bienestar en los pacientes y sus familiares. ¿Acaso no éste el fin de la medicina?  El ruido perturba desagradablemente el descanso.

No sé qué función tienen las pequeñas prominencias abombadas del suelo que a veces separan secciones o  puertas, pero el ruido que se produce cuando pasan por encima los carritos de las medicinas o comida debería hacer pensar en quitarlos. Producen sobresaltos. Como los badenes de la ciudad. Los “lombos”, se dice en gallego. Yo no sé qué concejal de urbanismo ha tenido la mala idea de llenar la ciudad de tantos badenes, tan exagerados en número y altura que no creo que estén homologados. El malestar que estos generan en los numerosísimos enfermos que habitualmente viajen en ambulancia por las calles de la ciudad es motivo más que suficiente para quitarlos. Fue horroroso ver la incomodidad que producían a mi padre tantos badenes cuando se decidió trasladarle desde Montecelo al Provincial.  Es inhumano mantenerlos, aunque sólo sea por esta razón.

En la habitación 725 las vistas eran preciosas, pero el sol pegaba tanto que a uno le hubiera gustado que funcionara mejor el aire acondicionado. “No silbe, por favor: ¡mi padre está enfermo!”, le tuve que decir a un trabajador externo que en aquel momento arreglaba algo del hospital. “Por favor, no cante. Un respeto”, le pedí a una enfermera mientras cambiaba el sedante a Aurelio. Y los móviles sonando fuertes y la gente hablando y riendo. Pero fue la excepción en Montecelo, y no sería justo siquiera dar importancia a estos hechos cuando lo normal y habitual fue tan exageradamente bueno.

No recuerdo cuántas enfermeras pasaron por la habitación durante estos días, pero fueron muchas, y todas, salvo excepción, mostraron una profesionalidad y humanidad en cada gesto que el hecho me pareció tan extraordinario como sincero y vocacional. “¿Qué tal estás, morenito?”, le dijo una enfermera a mi padre, que siempre ha sido de tez morena. Era la primera vez que lo veía y me llamó la atención y me emocionó su cálida forma de tratarlo. No fue la única sino algo habitual. La rapidez ante las numerosísimas llamadas fue norma, y las palabras de aliento y comprensión, los gestos generosos y amigables, constantes. Cuatro médicos, nada menos, atendieron a mi padre durante este tiempo, con dulzura, premura y un alto sentido de la profesión.

No sé a qué se debe esta acusada humanidad y brillante profesionalidad que me he encontrado en este lugar, pero sí puedo decir que me ha servido para recuperar, aunque sólo sea por unos instantes, la esperanza en este perdido hombre moderno. ¿Pero quién organiza este hospital? Me pareció obvio tanto a mí como a mis familiares que debe haber un extraordinario gestor o político al mando. Quizás han sido muchos los que han perpetuado este modelo de éxito sanitario.

Finalizo con un ruego a nuestros políticos y gestores: estudien el funcionamiento de este hospital y tómenlo como un ejemplo. Por mi parte, y si alguna vez enfermo de gravedad, que me lleven por favor a Montecelo. Y que me cuide aquella enfermera que con tanto cariño llamó “morenito” a mi padre… mientras se estaba muriendo…

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