La vida de Emilio Sagi a escena

AAAAAAAAAAAAAAASAGI

   Por Aurelio M. Seco
Emilio Sagi nace en Oviedo, a las 10 de la mañana del 25 de septiembre de 1948, en el antiguo Sanatorio Miñor, actual sede de la Fundación Gustavo Bueno. Realiza sus primeros estudios en el Colegio Covadonga, situado en la calle Gil de Jaz, para luego continuarlos con los Maristas de Oviedo. De estos años de formación apenas guarda algún recuerdo. “Si acaso, me acuerdo de un fotógrafo llamado Duarte, que trabajaba en la esquina de la calle Pidal con Gil de Jaz. Mis padres me llevaron a hacerme un par de fotos con él, de las  típicas que se hacían los niños en aquella época”.

   La familia Sagi residía en el nº 20 de la calle Marqués de Pidal, en un casa propiedad de su abuelo, en la que vivía toda familia. “Con el tiempo, mi padre pasó de ser técnico de Correos a Administrador Principal, un cargo que nos permitió trasladarnos a vivir a un edificio como La Jirafa, uno de los más llamativos de la ciudad. Vivíamos en el piso sexto de su parte baja, justo encima de las oficinas de Correos y al lado de la casa del Jefe de Telégrafos, una vivienda destinada a que residiera el Administrador Principal”. Es desde su habitación en La Jirafa donde Emilio Sagi atisba el Campoamor, un teatro que, con 13 años, ya conocía bastante bien, gracias a las funciones que su colegio realizaba en él con motivo del Día de la Inmaculada, patrona del Colegio Auseva, donde había ingresado a los 6 años de edad.

   El Colegio Marista Auseva es una institución educativa privada que todavía existe en la calle San Pedro de los Arcos. “Fue una etapa en la que me lo pasé muy bien, aunque trabajábamos mucho. Cuando era domingo, pensar que un día después debía ir al colegio era algo tremendo, porque el nivel de exigencia de los profesores era muy alto. Hoy en día, la enseñanza se realiza de otra forma, gracias a unas perspectivas pedagógicas que unen  el aprendizaje con experiencias positivas, en ocasiones cercanas al juego, pero entonces teníamos que aprender por narices”. En el Auseva la música era una materia optativa, que el centro ofrecía dentro de un nivel artístico alto.

   El coro del colegio estaba dirigido nada menos que por Alfredo de la Roza, figura fundamental de la música asturiana. De la Roza, a la sazón el último maestro de capilla que asumió ese título como tal en la Catedral de Oviedo, mantenía a mediados del siglo pasado una intensa labor coral en la región, ya fuera como director de la Escolanía de Covadonga o de diversos de coros de la región. “Don Alfredo de la Roza no era un marista, sino un cura. Él era quien llevaba el coro del colegio, que estaba compuesto únicamente por chicos y que, debido a su alto nivel de exigencia, tenía mucha calidad. Yo cantaba bastante bien. No era el mejor de mis compañeros, pero lo hacía lo suficientemente bien como para que siempre quisieran contar conmigo en las ocasiones en que el coro cantaba en el Teatro Campoamor o en otros lugares a donde nos desplazábamos para ofrecer conciertos”.

   No obstante, el primer fragmento operístico que Emilio Sagi oye en su vida no es en directo, sino a través de una grabación discográfica: “El Intermedio de la ópera Cavalleria rusticana de Mascagni, cuando tenía 11 años. Fue mi padre quien me lo dejó oír en uno de sus discos. En aquella versión,Tito Schipa interpretaba el célebre Ave María introducido por Robert Sadin en la obra.  Como siempre lo había oído así, cuando escuché por primera vez la obra original, me parecía que le faltaba algo. No obstante, algunos años antes, cuando yo tenía 8, mis padres me habían llevado al Campoamor para ver cómo cantaba mi tío Luís y, de paso, conocerle personalmente. En aquel momento me parecía que el Campoamor era un sitio muy raro para conocer a un tío. Cantaba la zarzuela Molinos de viento del maestro Luna. Cuando terminó y fui al camerino a conocerle, me impactó la sensación de verle salir al escenario y que tanta gente aplaudiera su trabajo. Pocos niños tenían un tío que actuaba en el Teatro Campoamor, así que me sentía muy orgulloso de ello”.

   El primer contacto realmente serio con un espectáculo lírico llega a los 11 años, otra vez de la mano de su padre. “Lo primero que vi fue una zarzuela. Después vinieron muchas óperas. Mi padre y mi madre tenían un abono en delantera de anfiteatro. Un día decidieron coger una entrada más, para que yo pudiera asistir a una representación de Norma de Bellini. Cantaba una soprano, por cierto bastante gorda, que se llamaba Marcela de Osman. Mi padre me había facilitado el libreto para que me lo leyese antes de asistir a la función. Se preocupaba mucho de que entendiese el por qué de las cosas, quizás porque él mismo había sido cantante. Aquella función me fascinó”.

    “En casa teníamos muchos discos de cantantes tan conocidos como Caruso o Titta Ruffo quien, por cierto, regaló a mi padre un reloj. Habían coincidido en una gala que se había celebrado en el Teatro Colón de Buenos Aires, a beneficio del propio Titta Ruffo. Mi padre cantó la “Jota del guitarrico”. Todavía conservo el disco. El reloj tiene unas persianas que, cuando se abren, dejan ver una inscripción que dice: “A Sagi-Barba junior, ricordo di Titta Ruffo”. En el centro de ese reloj está la insignia del Futbol Club Barcelona, porque en la familia de Emilio Sagi todos eran del Barça, empezando por su tío Emilio, padrino del propio Emilio Sagi y hermano de su padre, que fue un conocido jugador del equipo catalán. “El Emili era muy famoso. Llegó a ser internacional con la sección española. Recuerdo que un día me invitaron al Círculo del Liceo de Barcelona, donde había señores que ya tenían una cierta edad, y lo que en realidad les apetecía era hablar de mi tío “El bibicleta”, al que llamaban así porque corría mucho. No se puede negar que tengo una familia muy polifacética. Dos primos, José Luis y Gonzalo Sagi Vela fueron muy famosos como jugadores de baloncesto. En mi caso, el deporte no es una de esas cosas que me hayan llegado a conquistar, si exceptuamos alguna carrera de fórmula uno o algún partido de futbol de cierta importancia”.

   Su abuelo era el gran Emilio Sagi Barba, cantante famoso que desarrolló una importante carrera como barítono y empresario. “Mi abuela, Concepción Liñán, que fue la primera esposa de mi abuelo, había sido bailarina. Mi propio padre, ya de joven, antes de entrar a trabajar en Correos había trabajado en la compañía de mi abuelo. Firmaba en los carteles como Emilio Sagi-Barba, porque decidió coger como nombre artístico el apellido de mi abuelo”. Emilio Sagi-Barba mantuvo una destacada carrera como barítono, de la que dejó constancia en numerosos discos de pizarra. “Cuando estuve en un programa de radio en Madrid y creyeron ponerme a mi abuelo, tuve que corregirles y decirles que en realidad era mi padre, que tenía una voz de barítono bastante parecida. Mi tío, Luís Sagi Vela también era barítono, pero con un tipo de tesitura más aguda, una especie de barítono Martin. De hecho, llegó a cantar como tenor en alguna ocasión, nada menos que en el Teatro Colón de Buenos Aires, en óperas como Lucia di Lammermoor o La traviata.

   La habitual confusión de nombres, tesituras y papeles que cualquier persona tiene con la familia Sagi, también motivó uno de los equívocos más afortunados para el futuro del propio Emilio Sagi. “Mi madre era de Oviedo y se trasladó a Madrid para poder oír al famoso Emilio Sagi-Barba, pero se llevó un chasco porque el que cantaba era mi padre, que también lo hacía bien pero que no era tan famoso como mi abuelo, con quien se alternaba en las funciones. Ella no sabía que, pasado el tiempo, se casaría con aquel barítono. Por su parte, mi padre dejó la compañía de mi abuelo e hizo oposiciones al cuerpo de técnicos de correos. Cuando ganó la plaza le destinaron a Asturias, más o menos en 1934 y, ya en 1936,  se casaron. Mi padre era un hombre muy querido por todo  el mundo, por su simpatía y buen talante personal. Hizo muchas amistades en Asturias y, a nivel profesional, trabajó toda la vida en Correos hasta llegar a ser Director”.

   De todas las funciones a las que Sagi asiste al Campoamor, una de las que más se le queda grabada es cuando Renata tebaldi visita Oviedo para cantar La forza del destino de Verdi yAdriana Lecouvreur de Cilea.” No llegué a apreciar todas las delicias de su voz pero me impactó poderosamente. Me sucedió algo parecido con Mario del Monaco, al que vi cantar el Otello de Verdi”.  Fue una función mítica porque, el mismo día que el gran tenor hace su función en el Teatro Campoamor de Oviedo, muere su padre. “Recuerdo que salió una persona para avisar al público de que se había producido el fallecimiento, y añadió que, no obstante, el cantante cantaría “Por respeto al público”. ¡Eso sí que supuso una verdadera muestra de respeto al público! Fue una experiencia impactante. Recuerdo perfectamente cómo hizo la escena de la muerte de Otello, y cómo se clavó el puñal escaleras abajo. Todo eso me llegó mucho, evidentemente más como espectador que como alguien que iba a dedicar su vida al mudo de la ópera.

   En sus últimos años de instituto comienza su afición por los idiomas, al estudiar francés. “Ahora hablo francés, inglés, italiano y un poco de alemán. Siempre he tenido oído para los idiomas. Además, en nuestra profesión se usan mucho, sobre todo el inglés y el italiano. El francés hay que conocerlo también, no sólo porque trabajo mucho en Francia, sino porque muchas óperas están escritas en ese idioma”.

UNIVERSIDAD

   Tras concluir el instituto, comienza sus estudios de Filología Inglesa en la Universidad de Oviedo. “Fui de la segunda promoción. Elegí esa carrera porque, la verdad, era lo que más me apetecía en aquel momento, y además estaba empezando todo lo que se denominaría cultura pop, que a mí, como buen admirador de Los Beatles, me encantaba.  Me parecía que era entrar en un mundo de modernidad total. Además, había estado en Irlanda un verano y me gustó mucho la experiencia, que años más tarde volví a repetir ya como estudiante, en dos ocasiones más. La literatura inglesa siempre me había fascinado. En la especialidad de inglés había muy pocos alumnos y los profesores eran realmente soberbios. Era una época en la que eran vistos casi como dioses. La misma Patricia Shaw era una mujer simpatiquísima y genial.

   También estaban Emilio Alarcos o Gustavo Bueno, un profesor magnífico. Recuerdo que el primer año suspendí obviamente, porque me costó entenderlo. Cuestiones como el cierre categorial eran complicadas pero muy interesantes, y Bueno las explicaba de manera magistral. Las clases de lingüística de Emilio Alarcos eran un espectáculo, desde cómo hablaba, hasta por lo que nos decía en los exámenes. Era una personalidad de gran  brillantez  y un hombre de mundo, poseedor de una clase que causaba fascinación. El mismo Gustavo Bueno daba clase en el paraninfo, porque había suspendido a tanta gente que no había sitio para las aulas. Las clases de filosofía eran alucinantes”.

   En la facultad cobran importancia los amigos, especialmente los relacionados con el mundo de la música, compañeros del Coro Universitario, entidad que, por aquel entonces, tenía mucha mayor importancia en el contexto musical de la ciudad.

   Por pura necesidad intelectual pero también vital, se marcha a Londres, para aprender inglés y experimentar.

   “El primer año que pasé en Londres fue entre 1971 y 1972. Trabajaba como cajero en un restaurante, sirviendo mesas. Ese primer año me dediqué a la hostelería. Más tarde volví a pasar otro año cuando ya había terminado la carrera de Filología Inglesa. Tenía una beca del British Council para poder estudiar Musicología en Londres, a la vez que terminaba mi tesis doctoral. Como alumno, se puede decir que era medianamente brillante. Tenía cierta intuición para textos y comentarios de texto. No era de los de matrícula pero tampoco tenía malas notas».

   Cuando termina la carrera, entra a trabajar dentro del Departamento de Filología Inglesa. “Trabajaba como profesor ayudante de la jefa de departamento. No impartía clase sino que estaba en la biblioteca trabajando”. Por entonces, el profesor Emilio Casares había creado la especialidad de Musicología en la Universidad de Oviedo. “Ambos nos conocíamos porque habíamos coincidido en el Coro Universitario, en el que canté durante varios años, aunque también conocía la relación de mi familia con la música. Recuerdo algunas de sus clases. En aquel momento empecé a  darme cuenta  de que la literatura y la música tenían una relación muy importante con el mundo de la ópera, así que decidí trabajar por ese camino.

   Primero hice mi tesina sobre una obra titulada All’s Well That Ends Well, que recoge Shakespeare y la convierte en inmortal. Hablando con doña Patricia Shaw sobre cuál podría ser el tema de mi tesis doctoral, me dijo que, dada mi afición a la ópera, podría hacer algo interdisciplinar. Le planteé la idea a Emilio Casares, a quien también le pareció bien y me animó mucho a realizarla, así que empecé a trabajar en Oviedo sobre Shakespeare y la ópera romántica. Sobre todo, me metí más a fondo en las óperas de Verdi, como Macbeth, Otello y Falstaff. Investigué a fondo la correspondencia que había mantenido con muchos libretistas respecto a El rey Lear y luego pedí una beca para irme a Inglaterra, con la intención de hacer Musicología allí y terminar mi tesis. Trabajé mucho en ella, al tiempo que hacía algunos cursos en la universidad, sobre cuestiones de fonética y fonología inglesa, y también atendía a seminarios de musicología. Estuve un año entero, durante el curso 77-78, estudiando musicología y trabajando a la vez.

   Londrés me resultó un ciudad muy interesante los dos años que viví allí, tanto en 1971 como en el 77. Nada más llegar pude ver Woman in love de Ken Russel y una serie de películas que no se podían ver en España por entonces. En los años 70, Londres era una ciudad fascinante y vibrante. Fue una época muy divertida. Yo era muy joven, como el resto de mis compañeros, así que todo era un poco una locura, desde comer las cosas más raras hasta hacer alguna que otra cosa loca. Íbamos a la ópera todos los días a general. Había ocasiones en los que pasábamos dos días sin comer para poder comprar una entrada de ópera. En Londres pude ver a Jon Vickers cantarTristán e Isolda de Wagner, que era una ópera que en España no se hacía y que para mí era como el fin del mundo. Fue una vida de excitación máxima en la que, sin quererlo, llegué a conocer a personas como Roger Daltrey, que era el cantante de los Who. Le vi cantar en un pub bastante famoso que estaba cerca del apartamento de West Kensington donde vivíamos, un lugar que, a decir verdad, era realmente execrable.

   Se puede decir que teníamos un tipo de vida muy bohemia y también algo cutre. En aquel mismo pub pude ver a Elvis Costelo, que en aquel momento era un simple chico de barrio. Durante ese año de 1971 pasé momento muy divertidos, pero también trabajé mucho. Comencé ejerciendo como mayordomo, durante tres meses. Una amiga que cuidaba niños me explicó que había una casa que buscaba un mayordomo, así que me presenté a la entrevista, en la que incluso me preguntaron si sabía hacer cócteles. Querían a alguien con carnet de conducir y yo no lo tenía, pero como no se presentó nadie decente, me eligieron a mí. Todos los días me levantaba a las nueve de la mañana, iba en metro y terminaba mi trabajo a las cinco de la tarde, salvo los días que eran fiesta, en los que tenía que servir la cena y quedarme hasta que terminase la velada. Todo aquello me parecía muy divertido. Yo trabajaba para una pareja de judíos muy ricos que, personalmente, eran encantadores. Por la mañana, lo primero que hacía era servir el té a la Lady, en unas teteras de plata que otra persona ya traía hechas de la cocina. Otro día cuidaba el jardín, otro el garaje o los armarios. Todo lo hacía yo solo. Cuando había invitados a la cena, evidentemente tenía que encender las luces, la chimenea y hacerles pasar al salón. Todo era tan teatral que me sentía como un auténtico director  de escena. Cuando sobraba comida de la cena solía llevármela para casa.

   El único problema que yo tenía entonces es que sabía muy poco inglés. Hablé con la señora y le pedí que me ayudara a obtener un trabajo donde pudiera estar en contacto con más gente. Ella me recomendó a un matrimonio que tenían dos tiendas de antigüedades. Un día, una señora llegó a la casa y preguntó por el chico que hablaba francés, que era yo, y me ofreció ir a trabajar a una  de esas tiendas, en la que estuve hasta terminar el año académico que va de 1971 a 1972. Era una tienda muy lujosa en la que, además de vender alguna cosa, pude aprender mucho inglés. Un día, incluso vino a comprar a la tienda Paul McCartney”.

   Su segunda estancia en Londres se produce durante los años 1977 y 1978. En esta ocasión trabaja de profesor asistente en diferentes colegios ingleses. Sagi ya había terminado la carrera y había acudido a la ciudad inglesa para desarrollar su tesis. “Londres seguía siendo una ciudad fascinante. Todos los días íbamos al Covent Garden o a la English National Opera, que ofrecía la oportunidad de ver montajes más novedosos. Allí pude ver Dalibor de Smetana, Der Freischütz,Tosca, Parsifal o Lohengrin. También vimos cantar a Montserrat Caballé, a Vishnévskaya y a todas las más grandes intérpretes del momento. En la English National Opera se daba la particularidad de que todos los títulos que se ponían en escena se hacían en inglés, lo fueran o no. Me resultó sorprendente asistir a una Bohème en la que, en lugar de oír «Che gélida manina», decían «Your tiny hand is frozen». En aquella época estábamos en Londres un grupo bastante grande de amigos, entre los que estaban Begoña Sánchez o María Loredo”.

   Tras Londres, vuelve a Oviedo para leer su tesis en septiembre del 79, con Emilio Casares, Patricia Shaw, Emilio Alarcos y Vidal Peña en el tribunal. Su trabajo obtiene un sobresaliente “cum laude” por unanimidad. “Era una tesis muy original. Era la primera vez que se hacía en Oviedo una tesis interdisciplinar que se metía en el mundo de la ópera a un nivel de análisis bastante profundo. No se llegó a publicar, en parte por las numerosísimas notas a pie de página”.

   Justo después, de una manera un tanto casual, comienza su trabajo dentro del mundo del teatro. “Yo creo mucho en la casualidad, en el azar. Mis comienzos en el mundo de la ópera seguramente tuvieron relación con el trabajo que desarrollé dentro del Laboratorio de Danza que habíamos creado unas cuantas personas en la Universidad: Luis Antonio Suárez, Nacho Martínez, Beatriz Vázquez del Fresno, Ángeles Caso o Manuel Monreal. Éramos un grupo grande de gente que hicimos esa locura que supuso montar un grupo de danza, que no sabíamos si era danza, teatro o ballet. Todos bailábamos, incluso yo, que no era de los que más bailaba. El estilo era contemporáneo, pero de una manera muy personal. No sabría explicar fácilmente qué es lo que hacíamos. Era una especie de danza-teatro”.

   El trabajo del Laboratorio de Danza obtiene varios galardones y reconocimiento público. “Tuvimos el Tercer Premio en el Festival Internacional de Danza de Sitges, y actuamos en muchos sitios: Mallorca, Salamanca, en la Cátedra Fernando de Rojas, en León, Sitges y, cómo no, Gijón, Avilés y Oviedo».

   Todo este período del Laboratorio abarca un largo ciclo vital que va desde 1976 hasta 1982. Mientras Sagi permanece en la facultad como profesor ayudante, su atracción hacia el mundo de la ópera se acrecienta cada vez más, pero sin todavía entrar en él. «Las coreografías del Laboratorio las solía hacer Luis Antonio Alonso, pero el restro de trabajo lo hacíamos entre todos. Se puede decir que éramos nuestros propios sastres y escenógrafos. Montábamos espectáculos con muy pocos elementos. Yo era uno más. No tenía ningún protagonismo especial. En realidad éramos unos verdaderos chiflados. Teníamos unos bajos donde ensayábamos, que en su día había estado destinado a la Sección Femenina, pero cuando esa institución dejó de existir nos lo quedamos nosotros. Luego nos facilitaron unas salas de la Escuela de Minas. Todo esto lo obtuvimos gracias al Vicerrectorado de Extensión Universitaria, ya que éramos el Laboratorio de Danza de la Universidad. Yo mismo fui a ver a José Benito Álvarez Buylla para solicitar estos espacios. Era mi catedrático de literatura inglesa, un hombre maravilloso y especial. Explicaba la literatura con una originalidad que nadie más poseía, dentro de una gran modernidad. Hacía una especie de  literatura comparada muy inteligente que tan pronto te hablaba de Shakesperare como de Cocteau o Cervantes. Seguir sus clases suponía un gran esfuerzo pero, para mí, fue muy importante haber sido su alumno, porque era una hombre  de una analítica de la literatura muy particular, y eso me marcó.  Fueron tres años de literatura inglesa impartidos de una manera muy libre y diferente. Más tarde llegó a ser Vicerrector de Extensión Universitaria. Cuando fuimos a contarle nuestra idea del laboratorio de ballet, creyó inmediatamente en este grupo y nos ayudó a conseguir los sitios para ensayar. Muchas de las actuaciones fueron propiciadas por la propia universidad, siendo el rectorTeodoro López Cuesta«.

    «En Londres tenía la suerte de tener un amigo dentro Covent Garden, lo que me permitía asistir a largas jornadas de ensayos. Allí conocí el trabajo de Götz Friedrich, un director por el que acabé teniendo gran admiración. Cuando fui director artístico del Teatro Real, una de las cosas que hice fue montar una gran exposición sobre su trabajo. Sus lecturas de Lohengrin o El cazador furtivo me habían impresionado mucho. Su trabajo era diferente al que se hacía en la mayoría de los lugares. Hacía una lectura muy particular de las obras».

   Después de leer la tesis doctoral, el conocido crítico Antonio Fernández Cid, buen conocedor de  la trayectoria de su familia, se dirige a los responsables de la Ópera de Oviedo: «¿Cómo no le encargan algo a este chico, que tiene mucho talento?». Fernández Cid es la persona que primero apuesta por él. «Que alguien tan importante hiciera esa pregunta y hablase tan bien de mí, tuvo mucho peso. Al año siguiente fue cuando me encargaron La traviata, que supuso mi debut como director de escena. Me llamaron Paco Izquierdo y Santiago de Silva para comunicármelo. Eran las dos personas responsables de la directiva en aquel momento y me decían que había pocos recursos económicos. La verdad es que nunca pensé que aquello pudiera llegar a ocurrirme».

   Aquella Traviata fue un poco lanzarse a un mar que no sabía si era proceloso o no. En realidad, creo que debió ser una catástrofe –sonríe-, pero no salió mal. Todavía guardo una copia grabada en video, porque luego se volvió a repetir otro año más y tuve oportunidad de grabarla. Es el único documento que queda porque, hoy día, la producción ya no existe. La escenografía era de Julio Galán, que también estaba empezando en el mundo del teatro en Madrid. Accedí a él por medio de sus hermanas, que eran con quien en realidad yo mantenía una amistad. Esa Traviata marca el inicio de mi carrera como director de escena».

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